Tiempo al tiempo
En junio de 2011 viví la tusa más fuerte que he sentido. Había terminado con Nicolás y estaba bastante deprimida. Este cuento que dejo a continuación fue escrito en ese contexto para participar en un concurso de cuento de Ibraco (que como dato curioso se lo ganó mi amiga Juliana Torres), lo encontré por casualidad y la verdad me gusta bastante. Mi amigo Mauricio Gaviria en su momento me ayudó a editarlo.
Tiempo al tiempo
“Sabes que estas cosas pasan y me entiendes, ¿cierto?”, preguntó él.
Tiempo al tiempo
“Creo que ahora tendré que pedir permiso para morir un poco. Con permiso, ¿eh? No tardo. Gracias”…
Y lo hizo, en el baño. Una parte de su vida se detuvo frente al espejo.
“Lo que siento no es lo que creía que sentía”, había dicho él. Mentira. Entonces mil años le cayeron a la mujer encima. Miraba un reflejo difuso por las lágrimas y no se reconociá en él. Dio la vuelta sintiéndose perdida. Cualquier lugar, cualquier cosa, daba igual.
Volvió a la mesa y preguntó: “¿De qué hablábamos?”
Él, inmutable, respondió: “De nada. De la vida. Por cierto, ¿moriste un poco?”
“Sí, gracias”, dijo ella sin mirarlo a los ojos. Sin ver nada.
“Sabes que estas cosas pasan y me entiendes, ¿cierto?”, preguntó él.
Pero la mujer a la que él le estaba hablando había muerto frente al espejo. Este otro cuerpo sin voluntad lo miró y, sin reconocerlo, le dijo: “Perdona, se me hace tarde, me voy”. Mentira.
Cuando alcanzaba la puerta con su mano sonámbula, escuchó de lejos la voz del hombre: “Siempre voy a estar ahí para ti”. ¿Estar ahí, quién? ¿Estar ahí para quién? No entendía, no importaba. Caminó sin destino, sin sentido. El cielo pasó del fuego a la luz de la luna sin que ella se diera cuenta. El mundo estaba diferente, era como si todo hubiera muerto un poco: la luz, los árboles, la lluvia.
Deambuló lo suficiente por la ciudad-cementerio y volvió a su casa. La puerta hizo un eco de soledad. La mujer se dio cuenta que había dejado su cartera en algún lugar, pero ni pudo recordar en dónde, por más que intentó revivir el camino recorrido. La desesperó el sentimiento de haber perdido algo para siempre. Y entonces se puso a llorar hasta que una risa salió a flote.
Entró al baño para sonarse. “Esta es tu mejor-peor zona de crisis. En este momento, si se te cae un lápiz y se le parte la punta llorarás por tu mala suerte, pero puedes recogerlo y tajarlo. Y tajarlo y tajarlo hasta que deje de existir, de sufrir”, le dijo el espejo.
Volvió a la mesa. Recordó que siempre dejaba su cartera sobre la mesa. Y sintió que su querida casa ya no era tan bonita y que las plantas que la adornaban habían crecido como el niño que recordábamos bebé. Puso música, un álbum libre de recuerdos.
Un día pasó. Despertó. Y se sorprendió al ver a una mujer bonita con ojeras: “Pedir permiso para morir un poco, ¡ja!”, dijo en voz alta, ironizando la idiotez que sólo es posible descubrir cuando han pasado tantas cosas.
Sonrió.
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