Todas las vacas van al cielo


Por primera vez me subí a un camión. Así oí que lo nombraban dos trabajadores de la finca que a diario nos daban la vuelta por el potrero y ya me había acostumbrado a ver. No fue fácil. Detrás de mí Juan, que nos alimentaba a mí y a mis compañeras, nos obligaba a caminar asustándonos con sonidos y abriendo los brazos. Nos guía a una rampa. En medio de tropezones nos acomodamos en un espacio reducido. Éramos yo, la Margarita y otras tres que nunca había visto. Ocupé el puesto mientras intentaba sacar la cabeza entre las tablas que tenía al frente, pero era imposible. Apenas recibía aire entre los espacios. El viaje fue algo incómodo, el traqueteo de un lado a otro hizo que me golpeara varias veces la cabeza, y más de una vez las compañeras desconocidas (que pronto supe se llamaban la Clarita, la Irene y la Astromelia) intentaron morderme.

Recordé la primera vez que había tenido ese tipo de contacto con otras compañeras del campo. Era el primer día de la Azucena en nuestro potrero. Se sentía perdida y estaba un poco agresiva, nosotras (la Margarita, la Miriam, la Gloria, la Cielo, la Juana y yo) decidimos acercarnos a ella lentamente. Ya teníamos establecido el orden de ordeño: quien guiaba a unas y a otras. La Miriam era nuestra líder. Fue la primera en caminar hacia la Azucena, que la vio y le dio la espalda con agresividad, pero la Miriam no se dejó, lanzó el primer mordisco para que respetara y se le bajaran los humos. Funcionó. El efecto entre nosotras fue de multiplicar la admiración por nuestra líder.

Entre las vacas, siempre existe una líder. A ella la sacan primero del potrero y nosotras la seguimos. Si ella no sale, difícilmente alguna otra saldrá. Lo mismo ocurre con el ordeño. Ella debe ser la primera en pasar por las manos del trabajador. Si esto no ocurre todas nos negamos a caminar, nos ponemos agresivas y no damos leche. Es la ley de la finca, no tiene explicación racional, simplemente pasa.

Ahora, parada dentro del camión, me pregunto por qué a la Miriam no la subieron con nosotras. Solo la usaron de carnada para acercarnos a la Margarita y a mí, pero al final la jalaron lejos de la rampa.

El camión da una curva fuerte y siento que el peso de la Irene me golpea. Se ha caído al suelo. El espacio es tan reducido que no podemos evitar pisarla. No miro. Intento concentrarme en rumiar el último pasto que comí en el potrero. El viaje comienza a parecer eterno.

Mi imaginación vuelve al campo. Ahora recuerdo el día en que nos cambiaron la música de ordeño. Juan había salido de viaje (o eso creo, porque estuvo bastantes lunas sin aparecer) y Olivio lo remplazó. Todo parecía igual. Nos llevaron como siempre a las cinco de la mañana al lugar del ordeño. No obstante había algo diferente en el ambiente: la música era distinta. La Miriam mugió en son de queja, pero Olivio tomó su mugido como señal del cambio de la mano que le tocaba la ubre. Así pasamos todas, mugiendo más de lo normal, pero ignoradas por nuestro nuevo cuidador. El resultado fue una baja en la producción de leche. La patrona de la finca preguntó qué había pasado y lo único diferente que encontraron en el trato hacia nosotras fue la música que se oía al momento de ordeñarnos. Olivio era un adicto a un ritmo pegajoso y escandaloso, en radio lo llamaban reguetón, mientras que Juan siempre nos consentía con pequeños saltos rítmicos de guitarra, tiple, requinto, guacharaca y voz. "La emoción de la carranga", decía él en voz alta cuando nos jalaba la cuerda.

Me voy hacia adelante con fuerza y vuelvo a estar consciente en el camión. La Irene sigue en el piso. Nos abren la puerta y caminamos hacia un lugar con suelo blanco y liso. Es de un corredor largo. Caminamos arriadas por un desconocido que nos golpea atrás suavemente con una fusta. La Margarita entra primero que yo. No se oye nada. Ahora es mi turno. Me ubican en un lugar parecido al del ordeño. Me parece rara la hora para que me saquen leche, pero no digo ni mu. Miro hacia el frente y alguien se acerca con un palo que nunca he visto. Me toca cabeza con electricidad. 

Todas las vacas van al cielo

EL PROBLEMA: El límite del lenguaje

No se puede escribir desde el punto de vista de un animal. Dicen, los que saben, que no es honesto, es un acto al que le falta compasión y es un hacer que el animal deje de ser. Este cuento está mal, no cumple con la regla, pero lo publico en un acto de rebeldía con aquello que no debe ser. No es verosímil y esta fue la gran crítica de la historia.

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