Achís


Comienzo a estornudar sin poderme detener: “Salud, dinero, amor, amor, amor” me dice un señor que está sentado a mi lado en el bus, en tono de burla.
El día es caluroso, tengo puesta una camiseta y unos jeans, pero después de los estornudos se me erizan los brazos. Ha bajado la temperatura. Lo sé porque tengo un termómetro interior que con cada grado que cambia en el ambiente se activa.
Pasó cuando tenía cinco años, la edad en la que la mayoría comenzamos a recordar detalles de la niñez. El dolor de estómago me acompañó todo el día, tanto que mi mamá me obligó a ir varias veces al baño, sin resultado alguno. El dolor disminuyó a lo largo del día, hasta que a las dos de la mañana creció con tanta intensidad que me despertó. Fui llorando al cuarto de mis papás que entonces me llevaron de emergencia a la clínica. Era apendicitis.
La experiencia fue traumática. Ver a los médicos encima de mí y una máscara que se acercaba a mi boca con un conteo. Yo no lloraba, gritaba como si me estuvieran matando, llamando a mis papás. Desperté sin apéndice e inexplicablemente con la capacidad de adivinar el clima. Claro, que esto segundo no lo sabía en ese momento.
Mi niñez continuó con relativa normalidad. Mis estornudos, aunque se habían multiplicado después de la operación, no eran sospechosos de nada particular, hasta que un día antes de una tormenta eléctrica, con rayos y centellas, comencé a estornudar sin parar, achís, achís, achís, achís, achís, hasta cinco estornudos seguidos, para después de respirar volver a empezar con un achí, chí chí, chí, chí. Terminé de estornudar y comenzó a llover con granizo. La temperatura había caído cinco grados. Fue tal el ataque de estornudos que me hizo ser mucho más consciente de mi poder, atar cabos, relacionar los estornudos con el clima. Desde ese día cada vez que alguien me decía “salud” o “salud, dinero” o “salud, dinero y amor” anoto el número de estornudos y la temperatura y si hay frío, calor o lluvia. 
Descubrí que mis estornudos se sintonizan con un ritmo innegable: un estornudo equivale a una nube que oculta el sol; dos estornudos es el paso de un día soleado a un día gris; tres estornudos: el ambiente se llena de humedad y comienza una sensación de bochorno; cuatro estornudos: la lluvia es inevitable, y cinco, va a haber granizo. Había aprendido a pronosticar los cambios meteorológicos.
Al parecer el apéndice no solo es un segundo estómago, funcional para los cavernícolas que no cocinaban su comida, sino que es un inhibidor de poderes casi mágicos y al no tenerlo se activa un séptimo sentido escondido.
Contrasté esta teoría con un sinnúmero de personas. Al momento de conocer a alguien por primera vez siempre le pregunto si tiene apéndice o no, si la respuesta es negativa comienzo a buscar síntomas en común: ¿cuántos años tenías cuando te quitaron el apéndice?, ¿sientes que algo cambio en ti?, ¿cuántas veces estornudas al día? Los resultados son sorprendentes: todos (o la mayoría) sí tienen una relación diferente con aquello que los rodea. Lo que para mí es predecir el clima, para otros es predecir si se acerca un animal, si una persona está mintiendo (sentí mucha envidia de este “poder”), si hay descuentos en almacenes cerca, si un restaurante es malo o no, entre otros. Lo que si teníamos en común es la señal: comienza con una ligera rasquiña en la punta de la nariz y continua con un sonoro estornudo. El número de estornudos para cada uno también tiene un significado (buenos o malos descuentos, si el animal es grande, pequeño, peligroso o no, por ejemplo). 
El “súperpoder” que otorga no tener apéndice me hizo pensar en la palabra apéndice en sí, ¿acaso no se le llama así al final (extra) de los libros? ¿Será que a todos nos sobra el apéndice, pero no todos estamos preparados para ser extraordinarios?
El señor se levanta de la silla del bus y me saca de mis pensamientos. Me pongo la chaqueta. Miro por la ventana. “Se acerca lluvia con granizo”, achís, “y quizá algún trueno”, me digo a mí misma, pero nada pasa. Me bajo del bus mirando al cielo sin entender por qué aún no comienza a llover si mis predicciones son muy acertadas, corro hacía un café y me refugio de una lluvia imaginaria, granizos inexistentes y el trueno de los carros que pasan. Siento frío.  

Pido un café y vuelvo a estornudar. Miro por la ventana como una reacción reflejo. El sol ha salido a través de una nube. Parece una imagen un poco angelical. Me rasco la punta de la nariz. La siento mojada y fría. Achís, vuelve a pasar, me recorre un escalofrío. Esta vez mis pronósticos no me servirán de nada, estoy resfriada.

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